Atardece, junto a la acequia un cañizal, donde los hortelanos acuden por cañas para luego "encañar" las judías y las tomateras, para que estas no estén tiradas en el suelo, venzan así la gravedad y sus frutos puedan crecer de forma adecuada.
Junto a esa acequia, un niño juega tirando guijarros al agua, viendo las ondas que crea en la corriente, imaginando que en lugar de una simple acequia, es un caudaloso río, que el cañizal, que en ocasiones cubre en parte el cauce, son gigantescos árboles de una lejana selva y las lagartijas, se asemejan bastante a cocodrilos feroces, hambrientos. Las ranas con su croar, lo transportan a lejanos oasis a lomos de estrafalarios camellos y el sol que se cuela entre las cañas y las hojas de una higuera cercana, le sumergen en un pequeño y cálido paraíso.
En estos mundos andaba, cuando se le acerca el hortelano e imaginando donde podría estar la mente del chiquillo, le dijo que si quería que le hiciese un barco que le llevase hasta el mar y de allí hasta el fin del mundo.
La cara del niño reflejó toda la alegría que inundó su corazón y el hortelano, con una sonrisa en los labios, cogió una hoja de caña y tras doblarla, con una pericia adquirida en su lejana infancia, realizó un barquito, lo posó en la corriente y este comenzó a navegar rumbo a la libertad que le ofrecía el mar.
Navega en aguas
cristalinas, rápidas.
Lecho de piedras.
RMA
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