Algunos dicen
que cuando es dicha
la palabra muere.

Yo digo, en cambio,
que justo ese día
empieza a vivir.

Emily Dickinson.

Parafraseando a la Sra. Dickinson me gustaría que estos ripios que ahora comienzan a volar por sí mismos no mueran en el olvido, sino que sean capaces de anidar en el corazón de alguien que les de calor y cobijo.

Cuco sobre cuco






Hace mucho tiempo, en un reino no muy lejano, había un rey un poquito guasón, que gustaba mucho de comer perdices, pero como esto no le subía bastante su ácido úrico y su gota, también deleitaba su paladar con otros manjares tales como conejos, elaborados con una típica receta brasileña, así como de otro manjar con el que disfrutaba hasta casi llegar al éxtasis era con los mejillones tigre en su jugo, eso sí, sin limón, pues sino terminaba lleno de arañazos.
Como se aburría, ya que tenía mucho tiempo libre, eso de gobernar no iba con él, solía decir que tanto le daba tener súbditos o vacas, pues lo único para lo que servían era para ordeñarlas.
Lo dicho, como se aburría y por aquel entonces aún no habían inventado la televisión y mucho menos la PlayStation, se aficionó a las adivinanzas, acertijos y “acertajones” (que por cierto tiene muy mala rima).
Los bufones, que en toda corte que se precie suele haber unos pocos, se convirtieron en auténticos maestros en el arte de acertijos y adivinanzas, pero claro, hasta las lunas de miel se acaban y a ellos se les terminó el repertorio, total, que a falta de meteorólogos o economistas (recordemos que aún no existían la televisión ni los tertulianos), salieron a relucir esos habitantes que pululan por toda corte (que se precie o no) pero que no ejercen como bufones de manera oficial, eso sí, tienen un gran piquito, mas como era de esperar, a estos ínclitos habitantes de la corte, llegó un momento en que también se les vino a terminar el repertorio.
Entonces el rey comenzó realmente a preocuparse, se aburría y eso hacía que comiese menos perdices y lo que era peor, estaba perdiendo el gusto por los conejos y los mejillones, no le sabían igual, por suerte, un lumbreras de los que pasaban por allí, se le ocurrió la feliz idea de hacer una especie de concurso de adivinanzas y aquel que contase una de la que ellos no supiesen la respuesta sería el ganador, así de esa manera el rey tendría la diversión asegurada por mucho tiempo ya que no cesarían de llegar concursantes prestos a buscar fortuna.
A otro lumbreras, el rey en este caso, se le ocurrió que no habría mejor premio para el ganador del concurso, que la mano de su linda hijita, toda una princesa ella.
Así que comenzaron a aparecer como las setas en otoño, cuentistas y trovadores, con las más diversas adivinanzas y “acertajones” (otra vez la mala rima), pero claro, esa corte estaba ducha batiéndose en esas lides y sin provocar el más mínimo pestañeo, eran rápidamente desentrañados.
El rey se aburría y esto era malo pues entonces lo único que se le ocurría era en subir los impuestos a la plebe.
A esto llegó a oídos de un vividor llamado Bartolo, que ocupaba una covacha a las faldas de una montaña y que por posesiones sólo contaba un perro y una flauta al que una vocecita interior decía “estaría bien eso de comer perdices, conejo a la brasileña  y mejillones en su jugo (sin limón) y además como guinda, un bella princesita".
Así que se puso en marcha con la mitad de sus posesiones, el perro, como su propio nombre indica era muy perro y lo de andar no iba con él.
Y allá que se fue Bartolo con su flauta, camino de la corte y su neurona brincando de una cabeza a otra y el estómago preparando para la fiesta jugos gástricos a mansalva.
Observador y atento comienza su periplo sin dejar de darle vueltas a su enmarañada cabeza, sobre la adivinanza que ha de presentar en la corte regia.
En estas iba por el sendero, a la vera de una arboleda cuando una pareja de cucos al aire su canto suelta ¡cucú, cucú!. Sobresalto al canto  e imprecación a la boca.
No repuesto aún del susto se abre el paisaje en una pradera, apareciendo apacible un rebaño de ovejas ¡bee, bee! Balaban aburridamente mientras triscaban “yerba".
¡Qué cosas tiene Bartolo! Estuvo a punto de quedarse con ellas, pero no, estoico en su intento de comer perdices con limón y mejillones sin concha reemprendió su camino hacia la capital del reino.
Dándole aún vueltas a las ovejas triscando “yerba" llegó a una cortijada en la que el camino pasaba por la vera y en la que dos jornaleros estaban enluciendo con mortero unos desconchones en la “bardilla" que daba a la “verea", tan irregulares que en el fondo blanco de la pared, parecían garabatos (creo que la yerba ayudó un poco).
En estas se aproxima a un río con un puente todo de piedra, donde ve un pececito de lindos colorines saltando alegre el puente y que hasta tuvo la desfachatez de, con una sonrisa burlona, sacarle la lengua, eso al menos cuenta la historia, aunque creo que más bien fuese debido a la “yerba".
Así, con la neurona dispersa entre sus dos residencias, en la cabeza de arriba pensando en la de perdices que se iba zampar y cuando se dejaba caer a la cabeza de abajo, en la de conejos que pensaba saborear.
Poco más adelante y ya aproximándose a la ciudad, contempló como un vagamundo al encontrar unos viejos zapatos, rápidamente los metió en el saco donde llevaba, como los caracoles, su vida a cuestas. Se puso más contento que la abeja Maya en una piscina de ron-miel y silbando alegremente se alejó de allí pensando en la suerte que había tenido.
Ya a las puertas de la ciudad, como era día de mercado, había tenderetes por todos lados, verduras, carnes, pescados e infinidad de manjares ya preparados, todo ello aderezado con más moscas que una vaca en el rabo, ya a punto de pasar por el arco de la puerta, llamó su atención la musicalidad del tenderete de una vieja con un gran perol donde su manjar consistía en unos simples y deliciosos huevos fritos y el arte con que la anciana los freía.
Entra en la ciudadela por donde salen los toreros, por la puerta grande, deseando que estuviese próximo el momento de su gran corrida.
Decidido, con paso firme, se encamina hacia el real palacio, donde al primer heraldo que hay en la puerta, mirándolo con suficiencia le dice que a casarse con la princesa viene, que le pida Real audiencia, a lo que este le contesta, con una mirada irónica y una sonrisa burlona dibujada en su boca, que sí, que vale, que se ponga a la cola y paciencia, que ya le llegará su hora.
Mientras espera, cavila cual será la adivinanza que ante el rey presente cuando llegue su turno.
Este llega y ante la corte en pleno, delante del rey él se postra y el rey impaciente le espeta “a ver, ¿cual es vuestro acertijo?”. Nuestro amigo Bartolo,  que aún seguía con su flauta, le dice a su majestad:

Cien bolondrillos
un bolondrón
un sacamete
y un quitaypón.

A esto que el rey estalla en sonora carcajada “Eso está más visto que las bragas de Mafalda, aceitunas en una tinaja con su tapa de madera y su cazo para poder sacarlas" y continuó “otra oportunidad te resta, o afinas un poco más o con tus rastas de aquí te largas" y Barto comenzó a temblar más que un flan en una pilpilera, una vez perdidos su aplomo y confianza. A esto que su mirada se cruza con la de la adorable princesita y recordó entonces las perdices, los conejos y los mejillones sin limón, a la vez que también las peripecias de su viaje, por lo que comenzó a entonar:

Cuco sobre cuco
sobre cuco bee
garabato emparcharé
pez en puente
horma en saco
y a la entrada del reino
chichirochaco.

Ojiplático y patidifuso quedose el rey, “Este piojoso se lleva mi princesita” Pensó, doliéndole esto más que un día rabioso de gota.
De modo urgente convocó a asesores y bufones todos ellos, adivinos y meteorólogos, dejando para más tarde economistas y estadistas reputados. Todo fue en balde, no hubo nadie capaz de dar con el “acetajón", por lo que el rey más pálido que Drácula el día de su boda por la iglesia, no tuvo más que darlo por vencedor en tan denigrante concurso.
Más contento que un pavo después de Reyes y después de desvelar el acertijo, se dirigió presto por la princesa, a lo que esta con mal gesto ladró “tres días en remojo y quítate esas rastas".
El pobre Barto que tenía apetito mas no principios o conciencia de clase regresó al cabo de tres días con traje y corbata y un corte de pelo de lo más pijo, con su gomina y su raya al lado, jamás volvió a acordarse de su perro y su covacha en la falda de la montaña.
No sabemos si comió perdices, de lo otro como todos, lo que lo dejaran, incluso no hay constancia de que la princesa aprendiese a tocar la flauta.
                                          RMA

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