En un pueblo muy lejano (gracias Amedio y Marco) allá entre
las montañas, rodeado de huertas y atravesado por un pequeño río, allí
precisamente, nació y se crío el protagonista de nuestra historia (esto va
pareciendo ya batallitas de viejo chocho).
A la salida del cole, gustaba con su perro Jackie, que a
pesar del nombre era una perrita, pues bien, gustaba de corretear por un otero
cercano a coger bellotas, lirios o candilitos y a jugar a explorador con su
fiel Jackie como compañero de aventuras.
Salían a buscar la pisada que el caballo de un legendario
rey moro dejó grabada en la roca, cual si está fuera de plastilina, o aquel
sillón, por supuesto, de un grandísimo rey moro, no podía ser menos, también
grabados en la piedra, aunque está vez imagino sería el trasero real quién daría
forma al sillón de piedra.
Otras veces, con su padre y por trabajo, también iba a las
huertas que daban forma al lugar.
Estas huertas, junto a la acequia, tenían plantas de cañas,
que de cuando en cuando, se cortaban y tras secarlas, se utilizaban para hacer
los chozos por los que plantas como el
tomate y las judías podían trepar.
Pues bien, cierto día, junto a una acequia, mientras dejaba
flotar sus pupilas en la corriente de agua cristalina, se le acercó su viejo gruñón
favorito y arrancando una hoja a la caña más cercana, le enseñó cómo hacer un
pequeño barquito con ella y tras posarlo en la superficie del agua, sin
palabras y con tan sólo una mirada lo incitó a imaginar incontables aventuras a
bordo de aquella embarcación.
Sacude el viento
con furia los cañizos,
se oye una acequia.
RMA
RMA