La ilusión, la ilusión en sí misma que vino a traernos un
Dios con cara de niño, acompañada de amor, alegría e inocencia, creo que puede
ser un breve resumen de su mensaje y para recordárnoslo en todo momento lo
plasmó en forma de luz en los ojos y en la cara de todos los niños, más aún,
se inventó la Navidad para hacerlo más evidente y a ver si de esa manera nos
dábamos cuenta más a menudo.
Siempre oyes aquello de que con los años se gana en
sabiduría (algunos, no todos) pero se pierde en inocencia e ilusión. A veces
comparo el corazón de las personas con un vaso de aceite al que poco a poco se
le va echando agua, eso que rebosa cuando ya no puede más, ya se sabe lo que es
y por las venas circula una sangre cada vez más aguada por la “sabiduría” y la
indiferencia.
De ahí la necesidad que tuvo de encarnarse y poner sus pies
sobre la tierra (y su trasero en un pesebre) a recordarnos el amor y la alegría,
la inocencia y la ilusión, que aunque no cotizan en bolsa, sí lo hacen en los
corazones de esos adorables bajitos que corretean por nuestros hogares,
iluminando cada rincón con la luz y la ilusión que irradian sus caritas y sus
ojos, reflejo de los que un día iluminaron el mundo desde un pesebre.
De aquí a tres meses lo mataremos, para que así nos enseñe también
las palabras perdón y esperanza.
Qué le vamos a hacer, la letra con sangre entra.
Brilla una estrella,
siendo fugaz, eterna.
Fría es la noche.
RMA