Hay un enclave privilegiado, en lo que es el paraíso, donde entre canteros y almorrones, la gente tenía a bien, levantar cuatro paredes y con vigas, cañas y tejas, inventarse un techo, un hogar, donde cobijar la familia.
Esos pequeños paraísos, dentro del paraíso, fueron cambiando con los años, cada vez menos almorrones y canteros, dolían mucho los riñones cuando estabas todo el día agachado pinchando lechugas, cogiendo patatas o arrancando zanahorias, así que se fue abandonado el cultivar la tierra y esas casas en las huertas fueron quedando vacías, era más cómodo vivir en el pueblo.
Esas casitas con los años se han convertido en chalés con su piscina y barbacoa, quedan muy pocas de las originales y esas pocas están medio derruidas, los años no pasan en balde y aunque la fachada parece aguantar, poco a poco, el agua, con la ayuda y paciencia del tiempo, va calando, pudriendo aquello que podía sostener el tejado, llega un momento en que colapsa, quedando tan sólo cuatro paredes, sin sentido para continuar en pié, pues el objetivo de resguardo de la intemperie se pierde al quedar las estancias a cielo raso.
Cielo pespunteado de mil estrellas y una pálida y lunatica Selene.
Pierde el tejado
lo que fue cálido hogar,
ya sin risas.
RMA
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