No soy yo mucho de elegías, ni de escribirlas, pues no sabría por donde meterle mano, como tampoco soy de leerlas, ya que la mayoría me pintan al finado más como si fuese un santo en lugar de una persona.
Estos días, me ha pasado algo curioso, se ha removido la neurona, tanto incienso y marchas procesionales, que se ve que al final han terminado calando y han calado rescatando del pozo de los recuerdos una voz de esas vitalistas, entusiasta, que todo aquello que proponía sabías que era posible realizarlo, una risa de niño grande amigo de sus amigos y siempre dispuesto a echarte una mano en aquello que te hiciera falta.
Pues bien, ese niño grande era y seguirá siendo allá donde esté, un enamorado de su pueblo y de la Semana Santa, la vivía como tan solo él podía vivirla, de manera que te dejabas enredar en la marea de su entusiasmo y disfrutabas de una experiencia única, maravillosa, donde Cristo vivió y nos salvó solo a nosotros, los que estábamos con él.
Vivía en varias ocasiones en la Semana su Estación de Penitencia, Domingo de Ramos con la Oración en el Huerto (y su olivo cada año más gigantesco), Lunes Santo con su Cristo de la Sangre y ya en la madrugada del Jueves Santo con El Cristo de la Expiración, ante el que también un servidor confesó sus primeros pecados de niño para recibir al Señor por vez primera.
Este entusiasmo llegaba a su paroxismo la tarde del Viernes Santo, cuando ante los sones de los pasacalles Cruz Parroquial y Cofradías Egabrenses, el pueblo se lanzaba a la calle al paso de sus embriagadoras notas, festivas ante el prodigio del Salvador, que tenía lugar en esos días, en un lugar tan alejado se la mano de Dios, como puede ser un pueblo humilde y fervoroso de la Subbética cordobesa.
Pues esas notas, unidas al aroma del incienso y a la paranoia de mi neurona me han llevado hasta él, me han vuelto a regalar su entusiasmo y su risa de niño grande.
Nunca te olvidaremos Cabeza.
Allá a lo lejos
se eleva entre el incienso,
un costalero.
RMA