Los meses de canícula por aquí abajo suelen ser memorables,
aún ahora, cuando, como las ranas que saltan de charca en charca, nosotros
vamos de aire en aire (acondicionado se entiende), pues bien, vamos a intentar
hacernos una idea, en un pueblecito aún más al sur, donde lo más que existía
eran abanicos y los aires acondicionados no aparecían ni en las películas (para
que así no nos diese gana), la mejor manera de burlar un poco el calor, era
buscar una buena higuera, a poder ser junto a una acequia y en su sombra dejarte
arrullar por la corriente, o buscar un emparrado en el patio o en el llanete de
una casa. Si ya estabas en casa, lo mejor era buscar refugio en la sala baja,
donde menos osase a llegar la luz del sol, cerrar puertas y ventanas, bajar persianas
y cerrar cortinas y en esa penumbra, los más pequeños intentar hayar el sueño y
olvidar las ganas de juego.
En los días que más apretaba, las noches eran un suplicio entre
el calor y el sudor, la costumbre en mi casa, como tenía un gran emparrado en
el patio, era bajar un par de colchones y ponerlos en el suelo bajo la parra.
Para los más pequeños era toda una aventura y un juego el imaginarnos mil
viajes en los que teníamos que dormir bajo las estrellas.
Con los años, imagino, sería una gozada para mis padres, el sentir nuestras risas y
cuchicheos en la serena oscuridad de la noche, bajo un techo de hojas por donde
se colaban las estrellas, entre los colgantes e incipientes racimos de uvas y
la frondosidad de las hojas.
Por cierto, como no nos tapásemos se pasaba frío.
Si hay un paraíso
ese fue en la infancia,
noche emparrada.
RMA
La prosa no se te da mal, vecino. Esas vivencias tienen encanto.
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